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Cualquier cultura es un sistema de gestión y encauzamiento de sentimientos colectivos con la intención de dirigirlos a un fin que se considera (socialmente) deseable. Eso no significa que la cultura no incluya la razón, sino más bien que la razón se construye culturalmente a partir de los sentimientos básicos, igual que el cerebro de los mamíferos evoluciona a partir del de los reptiles, más primitivo (y esto no es sino una imagen ilustrativa). En este sentido es en el que Franz Rosenzweig dice que la razón no sustituye a la fe, sino que trabaja a partir de sus contenidos. En las sociedades menos desarrolladas, la homogeneidad cultural es mayor, de manera que resulta fácil hacer que afloren sentimientos más básicos cuya gestión es relativamente simple. El retablo de una iglesia barroca estimula sentimientos sencillos (la fe del carbonero) cuyo manejo por parte del “poder” no presenta grandes obstáculos y que sólo se tambalean frente al pedrizo o frente a una mala cosecha (lo que comparten el reptil y el mamífero es el estómago, de nuevo una imagen ilustrativa). Pero las sociedades complejas ponen en juego otros mecanismos, más adecuados a la diversidad de las sensibilidades sociales, en la misma y vieja tarea de encuadrar el cuerpo social. Desde hace poco, Facebook nos ofrece la posibilidad de expresar una panoplia de sentimientos a partir de un emoticono preestablecido: me gusta, no me gusta, lo adoro, me da rabia, me entristece… La creación de sentimientos es así mucho más amplia (nunca ilimitada), pues se confía en el algoritmo que filtre esa información y “personalice” la publicidad que recibimos en función de los gustos previamente (y públicamente, no hay que engañarse) expresados . El objetivo es mundialista, por supuesto, y adecuado al carácter dinerario de la nueva religión: hacer que crezca el dinero (no la riqueza) incentivando el consumo (y el crédito subsiguiente). Todo “personalizado”. En sociedades homogéneas, el pool de sentimientos se distribuye con arreglo a la campana de Gauss: un grupo “normal” de miembros de la sociedad que ocupa la parte central de la distribución y cuyos sentimientos simples (por mayoritarios) se fomentan y estimulan (feed back). En nuestra sociedad occidental multicultu, la distribución es muy dispersa, con una larga cola de miembros minoritarios (long tail de alternativos varios) cuyos gustos, opiniones y sentimientos deben ser recogidos de forma “infinitesimal” para tratarlos informáticamente y responder a ellos de forma compleja. Pero siempre con la idea de dirigirlos luego en algún sentido: en nuestro caso, la creación de valor. El mundialismo utilitarista funciona así (y no quiero que la terminología refleje una apreciación moral, pero es inevitable). De manera que ya no basta con llorar cuando hay que llorar, sino que hay que reaccionar de alguna forma que “luego ya si acaso” se encargará el sistema (informático) de ordenar esa maldita (otra apreciación moral) nube de big data. Los sentimientos tienen que ser diversificados. Dicen que Luis IX de Francia pedía a Dios sólo una cosa: el don de lágrimas. Es decir, la oportunidad del llanto: saber cuándo llorar, cuándo era conveniente y cuándo no, cuándo había que conmoverse y con qué motivo. Cuestión de sintonía con su pueblo y con la divinidad, lo que entonces era la misma cosa. Además de un rey santo, era un rey sabio, pues era consciente de que todo dependía de la oportunidad del sentimiento. Y todo quiere decir las bases teológicas de su poder, pues no en vano era rey por Gracia divina (rex eris si recte facies). Nuestro poder teocrático (que ahora es dinerocrático) nos conmina a llorar, a reír y a hacer lo que nos dé la gana (dentro de un orden), que ya sabrá él luego lo que nos conviene. Don del pataleo. Por supuesto que hay sentimientos que no se permiten. O que se permiten porque contribuyen a reprimirse a sí mismos. Pero esto es otro asunto más complejo que se relaciona con el movimiento naturista, por ejemplo: poder estar desnudos como si estuviésemos vestidos. Lo que hacían Adán y Eva antes del Pecado. Sólo que ahora vivimos tiempos postpecaminosos. Es decir que todo es igual, pero no es lo mismo.

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