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CONTRA EL HUMANISMO

Humanista. Éste es un calificativo que despierta enseguida nuestras simpatías, pero en realidad nunca nos paramos a pensar en lo que quiere decir. Lo solemos asociar a nuestros adorados sabios y artistas del Renacimiento (época que, por alguna misteriosa razón, consideramos superior a las demás, en especial a la Edad Media), aunque, en verdad, durante el Renacimiento (otro nombre inventado) el término humanista sólo se refería a aquellas personas que enseñaban gramática, literatura y retórica greco-latinas. A partir de los trabajos de los historiadores y críticos de Arte alemanes del XIX (en especial Voigt), se usó el término “humanismo” para referirse a la totalidad de la cultura renacentista, seguramente con la intención de enfatizar su interés por el ser humano frente al carácter teológico de las formas anteriores de cultura. Fue por estos años de mediados del siglo XIX cuando el humanismo comenzó a asociarse a una ética laica basada en la razón (esto también nos suena muy bien, a pesar de los sobresaltos que dicha ética nos ha proporcionado en los últimos siglos), como consecuencia de creciente conciencia de que era posible construir una moral basada en el hombre, sin ninguna referencia a lo divino y centrada en torno a la racionalidad de la naturaleza humana. Unidad de la naturaleza humana a través del tiempo y racionalidad como nota constitutiva esencial de esa naturaleza parecen ser las características propias de este humanismo laico decimonónico. Es increíble que, más de ciento cincuenta años después, sigamos considerando esta simplicidad como la verdad más palmaria de cuantas se refieren al Hombre. Incluso después de Freud, el surrealismo y la neurociencia, realidades estas que, cada una a su manera, han puesto en entredicho cada una de las suposiciones centrales del humanismo: la existencia de UNA naturaleza humana y su carácter racional. Contemplar la vida desde una perspectiva humanista es contemplarla, pues, en contra de la evidencia, desde la centralidad del Hombre como ente privilegiado en mitad del mundo y contemplar también el mundo como algo a disposición del Hombre para sí mismo, lo que, paradójicamente, no parece muy racional. Más bien al contrario, es mitológico, en el sentido propio de la palabra mito: un relato que trata de explicar el mundo a la medida de quien lo cuenta. Un mundo a la medida del Hombre es el triste botín del humanismo. Pero quienes tienen por misión contar el mundo, explicarlo e interpretarlo, tratar de comprenderlo, no deberían resignarse a contar un relato a nuestra medida, un relato humanista desgranado al son de las campanas que llaman a los oficios de la razón y de la ética laica y a los misterios de aquel buen salvaje que un día enseñó los dientes (aunque no queramos enterarnos).

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